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Permitirme que al hilo de esta fotografia os ponga este precioso texto de mi gran amiga Carmen, lo escribio específicamente para esta serie.
SOL DE OTOÑO
Conducía por la vieja carretera de camino al pueblo de sus antepasados. Ya hacía muchos kilómetros que había abandonado la autopista, el desvío de la carretera de Valencia en la que la había dejado. La acercó a casa, tras salir de la oficina. Le pillaba de paso, le dijo, y ella aceptó con una sonrisa. Ha pasado más de una hora y aún conserva el recuerdo de la tibieza de los dedos de su mano cuando se posaban en su mejilla. No la mano entera; apenas los tres dedos o quizá los cuatro, pasando por sus pómulos. Y él había atrapado esa mano, al concluir ella la caricia. Unos instantes. Enseguida ella se soltó y abrió la puerta del coche, sonriendo, a medias. Lanzándole una mirada que expresaba una mezcla de sensaciones: tristeza, melancolía, sorpresa por su atrevimiento, mientras que se despedía con un “hasta luego, buen viaje”.
Aún sentía su mano en la cara. Y estaba contentito, se decía, así, sin poder pensar en qué significaba aquel gesto. Sin pararse a analizar si aquello sería el preludio de un romance, o si había sido un cúmulo de emociones sobre cuyos precedentes él ignoraba todo, o un simple gesto de cariño de ella por su amable compañero de trabajo, sin más trasfondo.
Conducía feliz, y ahora, había bajado la velocidad, quería postergar el momento de llegar a su destino. Quería seguir disfrutando de esa sensación en soledad. Puso la radio, y sonaba “Una balada de otoño”, de Serrat.
De repente se dio cuenta de que era octubre y el otoño daba color a los campos. Ya empezaba a escasear el verde y el amarillo. Los marrones iban ganando terreno. Pero pese al fin del verano ya evidente, aún estaban allí los girasoles. No todos. Sólo permanecían los supervivientes. Tras la batalla de la recolección estival, donde habían caído los mejores, los más valiosos, aún permanecían allí los desechados. Algunos por ser más pequeños, otros simplemente por las prisas en terminar la cosecha. No dio tiempo a llevárselos todos. Y se habían salvado. Allí continuaban. Con su movimiento persistente, el desesperado giro, que los retuerce, en busca del sol. Siempre en busca de la luz que les alimenta.
Ajenos al otoño. Aquel mes de indulto es aprovechado al máximo por los desgarbados girasoles que aún lograron permanecer. Están cansados, pero son supervivientes y ahí siguen. Porque el sol de otoño aún les calienta. Porque el sol de otoño da vida también.
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